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A puertas cerradas es en donde nace el prejuicio. Sumando nuestras voces, en nuestros espacios pequeños, le iremos restando espacio al miedo, al prejuicio, al machismo y a su hermana: la homofobia.
Desde hace unos días vengo dando vueltas sobre cuál sería el tema de esta columna, indeciso, en medio de una vorágine de temas que compiten por mi atención.
En el clásico bloqueo que suele asaltar cuando uno tiene que sacar una idea de la cabeza y compartirla con el mundo -con todo lo que eso implica, iba caminando a Sajonia desde el centro, mirando la caída del sol de la tarde, rodeado del aire húmedo y pesado del verano paraguayo, cuando al pasar por una ronda de muchachos que se refrescaban alrededor de unas latas de Pilsen sudorosas, escuché lo que uno le decía a otro sobre su hijo. El hombre, aparentemente muy preocupado por la prole de su amigo, le decía en tono grave “Nde, Nelson, tené que llevarle más a Mario a jugar con lo perro y no dejarle má tanto con la patrona, masiado kuña’i anda”. Sin saberlo, me dejó picando esa expresión; esa palabra, más bien, usada como insulto o disparador de angustias: kuña’i.
Para quienes no están familiarizados con el término, es una palabra en guaraní (kuñá = mujer, ‘i = diminutivo), que podría traducirse directamente como mujercita o nenita -ni siquiera nena: nenita. Curiosamente, y me corregirán los estudiosos del idioma, kuñá es una palabra compuesta por dos palabras en guaraní: kû = lengua y ña = contracción de ñañá, maldad, demonio, todo lo pérfido. Tenemos así que kuñá, en nuestra dulce lengua, sería algo así como “lengua mala” o “lengua del demonio”, en contrapartida a la palabra kuimba’e (hombre), que también es derivada de dos palabras, de nuevo: kû = lengua e imba’e = de su propiedad, dueño de; algo así como “dueño de su lengua”. Y ya vamos viendo la carga con la que la palabra viene… y el motivo de la preocupación del buen amigo de Nelson.
La amenaza de que tu papá o tu mamá te diga kuña’i o que alguien le diga kuña’i a tu hijo, sobrino, hermano menor, etc; es sólo una de las que mis padres vivieron y me hicieron vivir durante mi niñez, y bajo la amenaza que lastimosamente muchas familias paraguayas aún siguen viviendo.
Por supuesto, los hombres y las mujeres que nacemos como lesbianas, gays, bisexuales o trans somos el principal blanco de ataque a los kuña’i. Somos el mal ejemplo que se pone a Mario para que sea “más hombre”; pero no somos sus únicas víctimas: si todo lo que es femenino es negativo, el ataque comienza por las mujeres. Por eso, muchos varones gays hacen un esfuerzo enorme en distanciarse a sí mismos de los kuña’i, los pasivos, los amanerados “los” travestis y toda esa “gente rara”. “Yo soy gay, activo cien por ciento” no dista mucho de la otra frase “Yo no soy puto, les cojo nomás a los putos”, tan comúnmente escuchada como defensa cuando después de terminar la misma ronda de Pilsen, algún amigo de Nelson termina “cazando” los servicios de alguna compañera travesti trabajadora sexual.
Crecer como varón en Paraguay es crecer evitando ser un “kuña’i”. Ser kuñá ya es de por sí bastante malo, ser un/a kuña’i es aún peor. La nuestra es una cultura de los kuimba’e de verdad; no se admite “otra cosa” por acá. Pero eso no es machismo, no, es cultura nomás, es tradición, es ser paraguayo de verdad; tanto como la mandioca, el tereré y, últimamente, la hamaca.
Así es como desde pequeños, nos vemos invadidos por esa idea de que nacer con vagina -o hacer algo asociado a las personas con vagina, es inferior, indigno, blanco de burla; aún peor si uno nace con el privilegio de tener pene y se le ocurre hacer algo “femenino” como cuidarse, cuidar a otros, ayudar en la casa, no exponerse al riesgo innecesariamente, demostrar sentimientos o, dios no lo permita, hablar de ellos. Sin darnos cuenta, terminamos creciendo para sumarnos a los muchos -y muchas- que sostienen esa espantosa realidad cotidiana… y no dudamos un minuto en defenderla, dándole a nuestro machismo cultural muy buena salud, al que se lo puede ver en todas partes, desde el Bailando, los videos viralizados luego de las fiestas de fin de año y los comentarios en el Facebook, castigando a las kuñá por no ser como se debe: virgen y madre, como la de Caacupé.
Se lo ve en los regalos por el “día de la madre” y las promociones comerciales alrededor suyo: “Compre su regalo para mamá. Lleve una heladera, una lavadora, un lavavajillas y de regalo, le damos un secador de pelo o una planchita. Hasta en 18 cuotas, porque mamá se lo merece”.
“Y qué?”, “chocolate por la noticia”, “masiado mucho falta para que cambie, no te vaye na a plaguear tanto”, “a vos qué te importa si sos hombre, dejáte na de macanadas! Parecé una de esa feminazi ya” y “Simona Cazala ya tiene ya otra vez arena en la vagina” son sólo algunos de los comentarios que suelo leer en mis redes sociales cuando se me ocurre plantear algo como esto. Las redes sociales virtuales le dan voz a muchas causas importantes… y también a muchos miedos insondables.
Lo bueno de esto es que empezamos a despertar: desandar el camino comienza con algo tan simple como confrontar al prejuicio allí donde lo encuentres, ya sea en la ronda de Pilsen, en la conversa con los hijos, en las reuniones familiares con los sobrinos, hermanos, tíos y abuelos. Allí, en donde es más difícil, es en donde más necesitamos aliados y aliadas. A puertas cerradas es en donde nace el prejuicio. Sumando nuestras voces, en nuestros espacios pequeños, le iremos restando espacio al miedo, al prejuicio, al machismo y a su hermana: la homofobia.
Y así, el día de mañana, se me ocurre que voy a pasar por una ronda de Pilsen en una vereda de Sajonia y voy a escuchar “Nde Nelson, que mbareté que ese tu hijo es, le ayuda a su mamá en la casa y estudia encima. Ivalé nde ra’y che ra’a”.
Y Nelson, orgulloso, va a brindar por Mario, todo un kuña’i.