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Desde que tengo memoria soy un fanático del fútbol. Aprendí a patear una pelota antes que a hablar. Las primeras ropas que elegí eran camisetas de mis equipos preferidos. Crecí en canchitas y estadios.
Aún así, siempre —y ésto se acentuó con el tiempo— me sentí incómodo con toda la imagen y cultura de machismo (y homofobia) en torno al fútbol, que lastimosamente se hace presente y es mal visto como costumbre, como parte del mismo; en desmedro de todos los buenos valores que enseña el deporte, con la repetición constante de figuras discriminatorias que sólo mancillan su nombre.
El deporte es una de las creaciones humanas más representativas y preciosas. En países como el nuestro, también es un espejo social. El fútbol, en particular, iguala cualquier diferencia socio-económica, y muestra lo mejor y lo peor de nosotros.
Dos realidades muy opuestas se encuadran en el fútbol femenino y masculino. Mientras en el primero la bandera de la igualdad y el respeto es izada de manera orgullosa, con grandes jugadoras como Abby Wambach o Nadine Angerer siendo abiertamente lesbianas, sin que esto signifique un problema para sus exitosas carreras laureadas como campeona mundial y mejor jugadora del mundo, respectivamente; es imposible encontrar —al menos por ahora— correlativos en la misma disciplina en varones.
David Jones, jugador del fútbol inglés, escribió una columna para el diario The Observer donde animaba a sus compañeros gays a salir del clóset. Incluso señalaba que sería hasta una victoria de marketing para muchos clubes. El escollo a vencer es la cultura machista que encuentra —en un mundo cada vez más igualitario, contra viento y marea— en sus últimos reductos al deporte.
Sobran ejemplos de la cultura misógina alrededor del balompié: Desde cánticos en las hinchadas, insultos, hasta desafortunadas declaraciones de los protagonistas que alimentan estereotipos y prejuicios violentos. Muros del lenguaje que siguen promoviendo discriminación.
Más hay signos de que el deporte no tiene que ser así: En España y otros países de Europa, por ejemplo, clubes se suman a campaña de visibilización por el respeto a la diversidad sexual. En otras disciplinas, como el básquetbol, Jason Collins se convirtió en el primer jugador en salir del closet una decisión doblemente valiente si se tiene en cuenta el contexto.
Las Olimpiadas de Río de este año serán históricas con los cambios en el reglamento que permiten a los y las atletas trans participar sin necesidad de operarse. Así, el deporte —que ya ha sido escenario de batallas en pos de la igualdad de género y contra el racismo, siendo el caso más sonado en los últimos tiempos el pedido de igualdad salarial entre jugadoras y jugadores de fútbol norteamericanos— se suma al inevitable cambio positivo en la visión del mundo respecto a los derechos LGBT.
El deporte —y aquí, en específico, mi fútbol tan querido— puede convertirse también en un agente de cambio social. Por los miles de deportistas LGBT, y por una sociedad más saludable. Por sacarle la tarjeta roja de una vez por todas a la homofobia y el machismo, en las gradas y en las canchas. Desde esa convicción es posible generar en diferentes espacios iniciativas que promuevan un lenguaje y pensamiento mucho más tolerante admitiendo la diversidad y un cambio de visión en pos del respeto mutuo.
Sin embargo, la interrogante prevalece:
¿Cuánto faltará para ver el primer jugador de fútbol en actividad salir del closet?
La respuesta y el tiempo depende del compromiso mancomunado de generar un ambiente mucho más amable y comprensivo para facilitarlo. Y significa, a fin de cuentas, derribar los últimos muros que nos quedan.