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Aunque ya es una cuestión de larga data, en las últimas semanas se han vuelto frecuentes diferentes noticias que tienen común al machismo, el abuso, la violencia, elevada a características insultantes. Este coctel sirve como parámetro del problema social y cultural que aqueja a nuestra sociedad.
Como suele ocurrir en estos casos, lo urgente se sobrepone a lo importante. Lo indignante de cada caso particular reportado en las noticias suele nublarnos de la cuestión de fondo: La falta de educación sexual.
¿Qué tiene que ver la educación sexual?
Cuando hablamos de educación sexual no nos referimos solo a lo genital, sino a la construcción de masculinidades y feminidades en el marco del respeto mutuo. Hablamos, pues, de una educación sexual libre de tabúes o prejuicios, esencial a la hora de formar personas capaces de aplicar dicho marco de respeto en sus relaciones. Se refiere no solo a preservativos o cambios en anatomía, sino a la formación de la imagen de uno mismo por medio del auto-conocimiento, a la posibilidad de discutir y reflexionar sobre actitudes, normas y valores en una relación.
Además de la desigualdad y vejámenes constantes que sufren las mujeres en diferentes ámbitos, desde el acoso y el abuso sexual hasta la falta de acceso a iguales oportunidades, radica también la concepción errada y dañina de lo masculino en el hombre.
De ideas tomadas erróneamente por varoniles surgen consecuencias como: los excesos que producen accidentes de tránsito, la actitud reacia a la utilización de preservativos, el descuido en la salud, la agresividad constante, menosprecio a la posibilidad de la diversidad, la diferencia en expectativa de vida respecto a las mujeres. Todo tiene como karaku el intrincado proceso de desconstruir lo que se presenta como la forma de “ser hombre”.
La experiencia sueca
La idea de la educación sexual como respuesta a este problema complejo —de vuelta, comprendida como un concepto amplio que empodera en todos los aspectos de la sexualidad más allá del coito, sino en el relacionamiento y comunicación entre las personas— no es un concepto sacado de la nada. Es algo que hasta la UNESCO señala.
Para principios del siglo pasado, Suecia tenía una situación muy similar a la nuestra: Las mujeres tenían muchos hijos, la tasa de mortalidad materna se encontraba por las nubes, la pobreza se perpetuaba debido a la falta de información para decidir sobre algo tan básico y elemental como nuestro cuerpo.
El debate sobre el acceso a una educación sexual no se basó solo en la planificación familiar, sino en la intención de cambiar las condiciones de vida de la gente. El gobierno sueco y su población comprendieron muy bien la influencia de esta en la formación de valores y actitudes en la sociedad. Así, desde 1953, educación sexual pasó a ser una asignatura obligatoria en escuelas de todo el país, desde los 11 años.
En la actualidad, el legado de bienestar de aquella medida —de la que fueron pioneros— es indiscutible, contrariando la opinión conservadora sobre el tópico. Suecia se ubica en el lugar número 15 en el Índice de Desarrollo Humano —medición que toma en cuenta la calidad de vida integral de los habitantes de cada país— mientras Paraguay está en el número 112.
Otro dato ilustrativo es la tasa de embarazos adolescentes (entre 15 y 19 años)
Mientras Paraguay tiene 58 embarazos por cada 1000 mujeres de esa edad, Suecia tiene 3, según datos del Banco Mundial. El embarazo adolescente, rampante en nuestro país, es un problema social que influye decididamente en el acceso a oportunidades y vida digna de los habitantes.
Una decisión política.
De poco sirven los programas de salud reproductiva y prevención de VIH desarrollados y sostenidos por el Ministerio de Salud, los cuales cumplen con estándares internacionales aún con sus limitaciones, cuando el resto del Estado no hace la tarea. El Ministerio de Educación — el mismo que con lobby conservador rechazó de pleno un Marco Rector de Educación Sexual —, la Secretaría de la Mujer y la de la Juventud cargan con total responsabilidad, en su desidia u omisión, de las consecuencias criminales que acarrean estas concepciones erradas. De poco sirven las campañas de concienciación si no va acompañada de de información, de formación y de visión más abierta acerca de nuestra forma de relacionarnos con el otro y con uno mismo, que aqueja a todos sin respetar diferencias económicas, pero que acentúa la miseria de miles de compatriotas, y que es resultado de la ausencia de dichas instituciones.
Solo la visión de una educación sexual como herramienta esencial para mejorar la manera en la cual nos relacionamos con el otro y con uno mismo podrá traducir la indignación ante cada triste caso que engrosa las estadísticas en conciencia y cambios reales. Superar los prejuicios y tabúes en pos de erradicar la violencia que generan estos es un paso imperioso en el objetivo de generar una sociedad más empática, más democrática, más digna, más humana.